Tan llena de nudos

Amor mío:

Cuando el mundo era exacto y redondo y no era necesario buscar certidumbres porque aún me amabas, supe hablar de Cupido y su carcaj cargado de flechas de oro y plata y de su carácter juguetón (por no catalogarlo de una manera más severa) que le hace cometer esas pequeñas travesuras que consisten en atravesar los corazones no siempre con flechas coincidentes.

¿Qué placer encuentra en ello? preguntaste entonces. Difícil creer que hoy no lo sepas, amor mío, viéndome en este estado.

Ya sabemos: es un niño aparentemente inocente -así se lo muestra en numerosas pinturas y grabados, a veces con pequeñas alas, a veces escondiendo su cara, como avergonzado de sus actos- que causa profundas heridas de las que todos, a cierta altura de la vida, conocemos sus consecuencias.

Allí va una mujer enamorada que mirada en detalle ostenta un corazón chorreante interesado por una flecha áurea, allí va el hombre de sus sueños con su corazón incólume porque el niño lo benefició con una de plata. Jamás se encontrarán sus almas, aunque quizá -de haber mediado otra intervención de Eros- podrían haberse unido y sonado en perfecta afinación. Ella sabrá de dolor y desesperanza, de sufrimientos que siempre pueden ser más dolorosos cuanto más grande es la llama de la antorcha que en ocasiones usa; ella llegará a pensar que si no es correspondida es porque no lo merece, y esa herida agregada -la del propio ego mancillado-, será aún más poderosa que la primera.

Desde que te conozco, amor, pienso que Cupido conserva para ocasiones especiales flechas coincidentes pero falsas: son ambas aparentemente de oro, pero esa dicha tendrá la desventaja de la brevedad y el compromiso de la despedida.

No es necesario que te diga que aun así, le agradezco a este pequeño dios al que daré el crédito de su existencia real, el que me haya permitido conocerte y asomarme a tu acorazado corazón por el corto tiempo que él determine. Sé muy bien que ese tiempo se acerca y tal vez no sea necesario que lo digas. Pero si has de decir algo, amor, yo quiero que reúnas de tu interior las palabras como cristales líquidos y tibios y las ordenes lo más dulcemente que puedas y bombardees mi corazón como yo bombardeé el tuyo con mis palabras aquella vez.

Yo quiero ver literalmente mi corazón chorreante de sangre. Yo quiero que te olvides por primera vez de esa máxima que te sirvió hasta hoy de no exigir a nadie que haga aquello que no quiere, y me obligues sin violencia a leer hasta la última de tus palabras, que me encantes con ellas y hagas que te pida más.

Yo quiero que al escribirlas sientas que la sensibilidad de tu piel cambia porque sólo de ese modo yo sentiré lo mismo. Yo, que no soy nadie, te pido me regales a mí tus amorosas palabras, simplemente porque las necesito.

Ayuda tanto, mientras espero, tener aquí conmigo la virgencita que me diste como un modo de tenerte cerca, aunque mágico y ajeno a mis creencias… Cuando la miro, siempre la veo bonita, con ese pelo claro, un poco ensortijado como el tuyo, desatando pacientemente esos nuditos. Parece tan larga la cinta que tiene en sus manos que sospecho se harán nuevos nudos en la parte que va cayendo al suelo, pero tiene una cara tan plácida que estoy seguro de que seguirá su tarea sin descanso.

Así también está mi alma, tan llena de nudos. ¿Qué podrá hacer ella por mí que no puedas hacer vos, amor mío? Desatar mis nudos, amor, desatarlos.

Porque es en estos momentos, más que nunca, que necesito de vos y el amado recuerdo de tu nombre.

Tu nombre. Tan lleno de vocales, y con esa consonante que me hace levantar la lengua y apoyarla en el paladar hasta conseguirla. Cada vez que lo digo siento que te estoy besando.

Muchas veces, en soledad, te nombro en voz alta, ¿sabés? Te pronuncio bajito, y después un poquito más alto, y suele alcanzarme hasta el próximo encuentro.

Nombrarte, hacerte con mis cuerdas vocales y dejarte diluir en mi silencio para que no me duelas tanto, amor, pero sabiendo que estás ahí, en mi boca, hasta que decida crearte de nuevo para mi solo placer, para que el mundo recobre su sentido y se convierta por un rato en un lugar habitable y menos áspero.

¡Qué significado tan hondo ha cobrado tu nombre desde que te amo! Cada letra tiene peso propio, cada vocal se redondea como una fruta que gotea un líquido dulcísimo en mi boca cada vez que lo pronuncio.

Qué dolor profundo, en cambio, cuando, en ocasiones, aparece en los labios de alguien que pienso, aunque sea remotamente, como un enemigo, un usurpador inescrupuloso, un hábil lisonjero, un adulador, un rival con más mérito.

Cómo se atreve aquél a pronunciar tu nombre, a triturar alegremente sus consonantes o a acortarlo impúdico sin mi consentimiento. Escrito de mil formas sobre un papel: en cursiva, en imprenta, en gótica, en sombra, horizontal o vertical, apacigua, mientras dura la escritura, la dolorosa pesadumbre de la ausencia.

Tu nombre guarda durante el tiempo del amor, mi destino y su contraseña; al nombrarnos, el mundo cambia su sentido y se convierte en su respuesta.

Es por todo esto que te pido no me dejes del todo. Por lo menos, hasta que esa virgen en la que creés desate mis nudos para siempre. No me dejes del todo en esta nada en que me estoy convirtiendo sin tu nombre.

Quedate ahí a la espera de que pueda burlar a Cupido y robarle las flechas que me beneficien, sin excusas, con el amor que me estás negando; sin error posible, lejos ya de las travesuras del niño ajeno a los dolores que causa.

Me preguntaste entonces qué placer encuentra en ello y resulta difícil creer que no lo sepas.

Mirta Pegito

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