El fin de la sofisticación

Periódicamente se anuncia el fin de algún orden. La revolución francesa fue el fin de las monarquías (aunque 20 años más tarde volvían los reyes con más ímpetu después del Congreso de Viena); la conclusión de la Segunda Guerra Mundial parecía ser el fin del fascismo (que vuelve con otros disfraces populistas); la caída del muro de Berlín aseguraba el colapso del comunismo (que aún persiste con algún maquillaje); y hasta hay quien, con un aguzado sentido publicitario, proclamó el fin de la historia, un concepto ambicioso que no pasó de algunos artículos auspiciosos. Este parece ser el fin de la sofisticación consumista (que probablemente vuelva en un tiempo que no me atrevo a pronosticar).

Como consecuencia de este encierro, del distanciamiento social y demás medidas de contención, muchos productos suntuarios han cesado de fabricarse porque la gente descubrió que la ostentación por Zoom o Whatsapp no tiene sentido, que las banalidades de este mundo concluyen cuando menos se lo piensa y que en momentos de incertidumbre hay cosas más importantes que un reloj de marca, y que la ropa exclusiva solo podrá servirte como mortaja de lujo.

Por una partícula infinitesimal, como es un virus, el mundo se aterroriza, las bolsas caen como plomo, el petróleo se derrumba porque nadie tiene adonde ir, los lujos son indulgencias efímeras que solo gratifican al ego. Y nuestro ego, está más preocupado por el azaroso porvenir que por las veleidades suntuarios que pierden sentido ante la incertidumbre. De un momento para otro, todo el esfuerzo de una vida se convierte en hojarasca.

Quizás este golpe en el timón de nuestras vidas puede asistirnos en reconocer la verdadera dimensión de las cosas ¿Cómo es que un pateador de pelotas gane lo mismo que lo necesario para sostener un hospital o mil familias? Ahora entendemos que el exhibicionismo de las estrellas solo era una forma de estructurar sus propias inconsistencias, que las especulaciones financieras muchas veces no tienen más valor que el chusmerío de un barrio, y que todos, independientemente de su fortuna o sapiencia, somos igual de vulnerables ante la enfermedad.

NO SERA LA ULTIMA

De todas maneras estoy convencido que este fin de la sofisticación no llegó para quedarse, porque no es la primera pandemia y, seguramente, no será la última. Los hombres, después de un tiempo caen en los mismos errores, más ahora que la manipulación de las opiniones se maneja por los medios electrónicos de los que nadie prescinde. ¿Cómo pudimos tener 10.000 años de cultura sin un celular? ¿Qué hacía la gente cuando no usaba el Whatsapp? ¿Cómo es el amor sin Tinder? La esclavitud electrónica si ha llegado para quedarse, un mundo hiperconectado de gratificaciónesc instantáneas y opiniones sin meditación. Vale más el rápido retruque efectivista que el meduloso análisis de las circunstancias.

Por un tiempo, cuya extensión no me atrevo a predecir, los bienes suntuarios serán dejados de lado. Y ojo que la palabra suntuario nada tiene que ver con la comodidad. Esta no es necesariamente ni rica ni ostentosa, sino práctica e inteligente.De acá en más ,el mundo será más intimista y privado, los vínculos estrechos se verán limitados, las ambiciones desmedidas solo serían terreno de unos pocos quienes, forzosamente estarán ligados a las esferas del poder político. Sabemos lo que somos pero aún no sabemos que podemos llegar a ser. 

¿Esto le espera a la humanidad? No se puede afirmar por cuanto tiempo. Hoy la palabra siempre es más larga que nunca y la capacidad premonitoria ha demostrado que, como decía Shakespeare, nada está escrito en las estrellas. 

Fuente: Omar López Mato para La Prensa

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